Se sonríe en el espejo con marco de luces y papel tornasol. Su cabello ondulado quedó tal como lo esperaba. Tiene las mejillas rosas y no es por el frío, y sus labios con el carmesí que siempre utiliza. La luz es cálida. Aplica un poco más de rimel porque nunca es suficiente, se siente coqueta. Fuma un poco de su cigarrillo dorado y, al inhalar, piensa en él: en querer acomodarse en su costado y percibir esa corriente de aroma dulce que sale desde su cuello.
Acongojada por el recuerdo, se baña en Versace. Mira la hora: son las cuatro y media de la tarde, y se siente aún con tiempo. Saca de su tocador una caja de aspecto brillante que en su interior guarda un perfecto collar Bvlgari. Ansiosa por sumergirse en la sensación de vanidad, lo coloca en su cuello sin esfuerzo, porque es suyo, y lo luce ante el espejo. Además de su collar, sus pendientes y sus ojos brillan naturalmente. Respira profundo, mira la hora y nota que es tarde —¿cuánto tiempo ha pasado?— Abrocha su abrigo y cubre sus manos con un par de viejos guantes, se mira una vez más en su espejo y ve su collar en aquella vitrina, tras un vidrio grueso. Se fija en el precio: diez mil euros. Mira su bolsillo y cuenta con exactitud cuatro euros con cincuenta. Revisa de nuevo la hora y se apresura con valentía a la estación de Arc the Trompie a su puesto, sabe que en las próximas horas los turistas no paran y que es el momento perfecto para mendigar unos euros más, —solo me faltan nueve mil novecientos noventa y cinco euros con cincuenta— se repite.
Diciembre, 2024
PD:
Recuperando algunas memorias de un viejo disco duro, encontré esta historia que escribí una tarde fría en París, de pie frente a la vitrina de Bvlgari en los Campos Elíseos. Me detuve un momento, encandilada por el brillo perfecto de un collar que, en ese momento, pensaba que jamás podría permitirme.
Cargaba con mi libreta de viajes, y mientras esperaba a mi familia, saqué rápido un lapicero y escribí con los dedos congelados, mientras los turistas pasaban y el collar seguía brillando, ajeno al frío y a la fantasía.
Al final, siempre creo que, no se trata de lo material, sino del poder que plantamos en nuestra mente con eso. Porque incluso con los bolsillos vacíos, hay quienes caminan por París como si el mundo les perteneciera.