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El perfecto ritual de ver cine

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Siempre he considerado ver cine como un ritual. No importa si estás en una sala de cine oscura, en tu cuarto con las luces apagadas o en una cafetería con auriculares y una pantalla diminuta. Lo importante es ese momento en el que por unas horas decides hacer parte de un mundo al que no perteneces. El cine es la experiencia más cercana a vivir mil vidas en una. En dos horas puedes conocer a alguien, amarlo, odiarlo, perderlo. En dos horas puedes atravesar un duelo desgarrador, enamorarte de la vida, reír y llorar con segundos de diferencia, con un mismo personaje, con una misma historia. En este tiempo puedes incluso convertirte en ese personaje y ser protagonista momentáneamente. Y cuando la pantalla se apaga, y los créditos comienzan a aparecer, te quedas con la extraña sensación de haber sentido demasiado en tan poco tiempo. Como cuando despiertas de un sueño que parecía completamente real y tardas unos segundos en recordar quién eres.

Quienes realmente aman el cine saben que la vida misma es una película. Que los momentos cotidianos pueden ser enmarcados como un plano en movimiento, que la luz de la tarde colándose por la ventana es un detalle de producción que ni el mejor director de fotografía podría mejorar, que los diálogos espontáneos tienen más verdad que cualquier guion milimétricamente escrito. Que siempre tendremos el peso de ser ese protagonista al que le pasan cosas y que por más “normales” que parezcan, son las cosas que hacen a nuestro personaje único.

Hay algo hermoso en ver películas con otras personas, en compartir las risas, las lágrimas, las emociones que nos invaden probablemente al mismo tiempo. Pero ver cine en soledad es probablemente mi momento favorito de introspección. Porque es ahí, en la absoluta intimidad de una historia que se despliega solo para ti, donde las películas te hablan de maneras que nadie más podrá entender. Es ahí donde te enfrentas a tus propios miedos, a tus propios anhelos, donde descubres algo de ti que no sabías que existía. Cada película es una experiencia, algunas nos recuerdan lo que hemos perdido, otras nos muestran caminos que nunca consideramos recorrer. Pero todas, absolutamente todas, nos transforman de alguna manera.

El cine nos enseña perspectivas que a mi parecer solo consigues viajando o viendo una buena película, a entender al otro, incluso en la distancia, a sentir lo que no hemos vivido. Nos hace vulnerables en nuestra propia existencia. Nos enamora, nos destroza, nos reconstruye. Y aun así, volvemos. Volvemos una y otra vez, buscando esa magia que no fácilmente encontramos y que nos hace sentir que, por un instante, todo tiene sentido.

Bienvenid@s a este blog, bienvenidos a una mente inusualmente creativa.

Daniela Anaya Robayo

Daniela Anaya
Robayo

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Maestra en Artes Audiovisuales.

Creadora de este espacio, amante del cine, las palabras y los silencios incómodos. Escribe para entender el mundo y contarlo desde lo íntimo.

Gracias por llegar hasta aquí.

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